EL JUEGO SUPREMO

En la medida que clarifiquemos los juegos y las metas que nos ofrece la existencia, podremos esclarecer el propósito y la función de cada uno de nosotros, que a manera de rol desempeñamos en la vida.

Diferenciar los distintos juegos, del aquí denominado "Juego Supremo", requiere de cierta valorización y comprensión del papel, acorde a su origen, que representa cada uno de ellos.


Todo juego tiene sus reglas, en los juegos de la vida las reglas son impuestas por condiciones naturales, económicas o sociales. Las condiciones naturales generan en el hombre deseos y necesidades básicas que podemos considerar como legítimas, sin embargo las condiciones económicas y sociales, es decir la influencia del entorno en el cual se encuentra inmerso, generan deseos y necesidades ficticias e ilusorias, convirtiéndose el hombre en un esclavo sin control sobre su vida, siendo impulsado y atraído por fuerzas externas, evaluadas desde su interior a través de la dicotomía placer-dolor. Estando a merced de las impresiones casuales, es un esclavo de sus deseos, la mayoría de ellos perjudiciales.


El desempeño fehaciente de todo deseo es lo que hace posible la interacción con todo juego, y a esto comúnmente lo llamamos nuestras "acciones", sin embargo es sólo la reactividad a las motivaciones externas. Lo que denominamos voluntad es solo la resultante de los deseos.


Los deseos y lo juegos en los que participamos están consustancialmente unidos y realimentados, siendo la mayoría ficticios e ilusorios, como la influencia movilizadora del entorno que los creo, ya que poco tienen que ver con la realización de nuestra verdadera identidad.


Todos los juegos funcionan en base a deseos motivados por fuerzas externas, sin embargo quien quiera jugar el “Juego Supremo” necesita de un deseo superior, generado desde su interior a través de una necesidad, un anhelo, una aspiración, que podemos denominar deseo de auto-realización o de auto-trascendencia. En todos los juegos somos impelidos, en el “Juego Supremo” es necesaria la intencionalidad, ya que nadie nos impele, nada externo lo solicita o lo requiere, podemos vivir y morir sin jugarlo, depende exclusivamente de nuestra intrínseca necesidad.
 
En el acto volitivo de esta intrínseca necesidad subyace la gran decisión, ésta es la única y valedera elección posible, realizada en modo intencional y no programado por influencias externas, denominada Libre Albedrío, podemos elegir jugar “El Juego Supremo” o no.
Alfredo Marinelli


JUEGOS Y METAS

 


Un juego es esencialmente una prueba de fuerza o una prueba de ingenio jugado dentro de un modelo que está definido por reglas. Las reglas son esenciales. Si las reglas no se observan, el juego deja de serlo por completo. Un juego de ajedrez sería imposible si uno de los jugadores insistiera en manejar todos los peones como si fueran reinas.

Los juegos de la vida reflejan los propósitos en la vida. Y los juegos que el hombre escoge para jugar indican no sólo su tipo, sino además su nivel de desarrollo interno. Podemos dividir los juegos de la vida en juegos objetivos y juegos sublimes.

Se puede considerar a los jue­gos objetivos como aquellos que son jugados para el logro de cosas materiales, primordialmente el dinero y los objetos que éste puede comprar. Los juegos sublimes buscan la obtención de cosas intangibles, tales como el conocimiento o la "salvación del alma". En nuestra cultura predominan los juegos objetivos. En las cul­turas primitivas predominaron los juegos sublimes. A los jugadores de los juegos sublimes los juegos objetivos siempre les han pare­cido superfluos y fútiles, es una actitud que se resume en los Evangelios con las siguientes palabras: "¿Qué aprovecharía al hombre si ganara el mundo y perdiese su alma?" A los jugadores de los juegos objetivos los juegos sublimes les parecen confusos y mal definidos, que envuelven conceptos nebulosos como son la belleza, la verdad o la salvación. La totalidad de la población humana de la Tierra puede ser dividida tajantemente en dos grupos: los jugadores de juegos sublimes y los jugadores de juegos objetivos.
 
Todos los juegos se juegan de acuerdo a reglas. En los jue­gos creados por el hombre tales como el póquer, las reglas son impuestas por la ley de probabilidades (las apuestas en contra de una escalera son de 254 a 1 y en contra de una flor imperial son de 508 a 1) o dependen de limitaciones especiales (los peo­nes y otras piezas en el ajedrez tienen cada una su propio movi­miento). En los juegos de la vida las reglas son impuestas por condiciones naturales, económicas o sociales. El jugador debe re­cordar el propósito y conocer las reglas. Aparte de esto, la calidad de su juego depende de sus características innatas. El juego que un hombre puede jugar está determinado por su tipo. Aquel que trata de jugar un juego que no corresponde a su tipo, viola su propia esencia con consecuencias que frecuentemente son desastrosas.


LOS JUEGOS INFERIORES
 
El del puerco-en-la-batea es un juego objetivo simple. Su fin es meter el hocico en la batea tanto como sea posible, tragar en exceso, sacando a los otros puercos por la fuerza. Un jugador fuerte del puerco-en-la-batea tiene todas las cualidades con que la propaganda comunista enmarca al capitalista: codicioso, insa­ciable, despiadado, astuto, egoísta. Este juego está gobernado por el deseo de placer y su lucha por la satisfacción, incitando al hombre a actividades a través de las necesidades biológicas primitivas, la necesidad de alimento y la necesidad de sexo. Con frecuencia sucede que el hombre no desempeña otro papel que el forzado en él por el deseo de placer.

El juego-del-pavoneo se juega para obtener fama. Está di­señado principalmente para inflar el falso ego y mantenerlo así. Los jugadores del-pavoneo se hallan hambrientos de ser conoci­dos y que se hable de ellos. Quieren, en una palabra, ser cele­bridades, aun cuando no haya nada digno de, celebrarles. Para gentes de algunas profesiones (actores, políticos) este juego es prácticamente una obligación, ya que se ven forzadas a mantener una "imagen pública" que puede no tener ninguna relación con lo que ellas son realmente. Pero al verdadero jugador del-pavoneo, cuya felicidad depende enteramente de la frecuencia con que aparezca su nombre en los periódicos, no le importa mucho la imagen pública. Para él cualquier publicidad es mejor que nin­guna. Prefiere ser bien conocido como bribón que no ser conocido.

El juego-de-Moloch es el más mortal de todos los juegos; se juega para obtener "gloria" o "victoria" por algunos de los más calificados profesionales del crimen, quienes han sido adiestrados para considerar tales crímenes como justificables por el solo he­cho de que sus víctimas favorecen una religión o sistema político diferente y pueden así ser colectivamente señalados como "el ene­migo". El juego-de-Moloch es un juego puramente humano. Otros mamíferos, aun cuando pelean con miembros de su propia es­pecie, observan cierto grado de moderación y raramente pelean a muerte. Pero los jugadores del juego-de-Moloch no tienen moderación alguna. Atraídos por algún brillante sueño de gloria o poder, matan con ilimitado entusiasmo, destruyendo ciudades enteras, devastando países completos. Este juego se juega tan apasionadamente y con tal abandono que a nada, ni a la compasión, la decencia, la simpatía, ni siquiera al sentido común, se permite interferir con la orgía destructiva. Así como los devotos del dios Moloch sacrificaban sus hijos al ídolo, así los jugadores del juego-­de-Moloch sacrifican las vidas de miles de jóvenes en el nom­bre de cualquier brillante abstracción (antiguamente llamada "la gloria" y ahora más comúnmente llamada "defensa").

Estos tres juegos, el del puerco-en-la-batea, el del-pavoneo y el juego-de-Moloch, son actividades más o menos patológicas. Los jugadores que "ganan", no ganan nada que verdaderamente puedan llamar propio. El del puerco-en-la-batea puede volverse doblemente rico que un creso, sólo para verse a sí mismo amar­gado, vacío e infeliz, sin saber qué hacer con la riqueza que ha amasado. Los jugadores del-pavoneo pueden volverse tan famosos que todo el mundo conozca su nombre, sólo para darse cuenta de que esta fama es simplemente una sombra y un manantial de in­convenientes. Los jugadores del juego-de-Moloch pueden bañarse en sangre hasta las orejas, sólo para descubrir que la victoria o la gloria, para la cual sacrificaron millones de vidas, son palabras vacías, como prostitutas ricamente ataviadas que conducen a los hombres a su destrucción. Hay un elemento criminal en todos estos juegos, porque, en cada caso, dañan tanto al jugador como a la sociedad de la cual forma parte. Sin embargo están tan deformadas las normas con que el hombre mide la criminalidad, que los jugadores de esos juegos son más bien considerados "pi­lares de la sociedad" que lunáticos peligrosos que debieran ser confinados a islas remotas donde no pudieran dañarse a sí mis­mos ni a los demás.

Entre los juegos superiores y los inferiores, hay un juego neutral, el juego-del-hombre-de-familia, cuyo propósito es sim­plemente formar una familia y proporcionarle todo lo necesario para la vida. No podemos llamarlo ni juego sublime ni juego objetivo. Este es el juego biológico básico, del que depende la continuación de la raza humana. Además, es posible encontrar en toda sociedad humana un cierto número de no-jugadores, gente que, debido a un defecto constitucional, es incapaz de encon­trar algún juego digno de jugarse, seres que son, como resultado, parias crónicos, que se sienten apartados de la sociedad y gene­ralmente se convierten en desordenados mentales, tendiendo a volverse antisociales y criminales.


LOS JUEGOS SUPERIORES
 
Los juegos sublimes raramente se juegan en su forma pura. El juego-del-arte es idealmente dirigido a la expresión de una conciencia interna, vagamente definida como belleza. Esta con­ciencia es subjetiva. La belleza de un hombre puede ser el horror de otro, la belleza de una época puede parecer fea en otra. Pero los malos jugadores de este juego no tienen conciencia interna. Son técnicamente eficientes e imitan a aquellos que son cons­cientes, conforme a la moda, cualquiera que ésta sea. Todo el juego-del-arte, como se juega en la actualidad, está teñido de comercialismo; la codicia de los coleccionistas lo impregna con un mal olor. Se complica aún más por la tendencia al exhibicionismo que aflige a casi todos los artistas contemporáneos, ya sean éstos pintores, escultores, escritores o compositores. Como todos los conceptos tradicionales de la belleza se han abandonado, cualquier cosa tiene éxito, tan sólo con que sea novedoso y sor­prendente. Esto hace casi imposible juzgar si un trabajo de arte corresponde a la conciencia interior del artista o es solamente la muestra de que trató de ser listo.

El juego-de-la-ciencia es también raramente jugado en su for­ma pura. Este, en su mayor parte, es usurpación, una fastidiosa resonancia de variaciones sobre algunos temas básicos hechos por investigadores que son poco más que técnicos con elevados tí­tulos. El juego-de-la-ciencia se ha vuelto tan complejo, tan vasto y tan caro, que se da preferencia a empresas más o menos ruti­narias. Cualquier cosa verdaderamente original tiende a ser ex­cluida por el formidable aparato de comités que media entre el científico y el dinero que necesita para su investigación. Debe planear sus investigaciones de acuerdo con las ideas preconcebidas del comité, o se encontrará sin fondos. Además, en el juego-de-­la-ciencia, como en el juego-del-arte, hay mucha hipocresía y una enajenante búsqueda de posición, que se vislumbra en los pueriles argumentos usados para obtener prioridad en la publicación. El juego se juega, no tanto por el conocimiento, sino por el apoyo al ego del científico.

Al juego-del-arte y al juego-de-la-ciencia debemos agregar el juego-de-la-religión, un juego sublime jugado con un propósito vagamente definido como el logro de la salvación. El juego-de-la-religión, como se jugaba en el pasado, tenía una serie de reglas bien definidas. Era jugado principalmente para beneficio personal de los sacerdotes de una clase u otra. Para obligar a sus segui­dores a jugarlo, los sacerdotes inventaron varios dioses, con los cuales únicamente ellos podían comunicarse, cuya ira sólo ellos podían calmar, cuya cooperación sólo ellos podían lograr. Quien necesitaba ayuda de los dioses o deseaba evitar su ira, tenía que pagar al sacerdote para lograrlo. Más adelante, el juego se vivi­ficó, y el poder de los sacerdotes sobre la mente de sus víctimas se fortaleció aún más mediante la invención de dos estados pos­teriores a la muerte: un cielo dichoso y un infierno terrible. Para permanecer fuera del infierno y ganar los cielos, el jugador tenía que pagar a los sacerdotes, o tendrían que hacerlo sus familiares a la muerte de aquél.

Un aspecto particularmente desagradable del juego-de-la-re­ligión resultó de la insistencia de ciertos sacerdotes en que su marca de dios era el único dios, y que su forma del juego era la única permisible. Tan ansiosos estaban estos sacerdotes por mantener el juego enteramente en sus manos que no titubearon en perseguir, torturar o matar a cualquiera que deseara jugar el juego en otras reglas.

Podríamos simplificar nuestro resumen de los juegos si pu­diéramos ofrecer la descripción anterior del juego-de-la-religión sin más comentarios, pero es obvio para cualquier observador de mente despejada que hay otro elemento en el juego-de-la-religión además del que se juega con la ingenuidad de los creyentes y la venta de pases para entrar a un cielo de mentirillas. Todas las grandes religiones ofrecen ejemplos de santos y místicos que obviamente no jugaron el juego para provecho material, cuya indiferencia al confort personal, a la riqueza y a la fama fue tan completa como para despertar nuestro asombro y admiración. Ellos jugaron el juego con reglas y propósitos entera­mente distintos a los de los "sacerdotes", quienes vendían viajes al cielo por fuertes sumas de dinero e insistían en su pago por adelantado (y desde luego sin devolución del precio en caso de insatisfacción).


EL JUEGO SUPREMO

¿Qué clase de juego jugaron estos místicos? Dentro de la matriz impuesta por su religión, estos jugadores intentaron el más difícil de todos los juegos, el Juego Supremo, cuyo propósito es la obtención de una conciencia plena o de un verdadero despertar. Era natural que estos jugadores jugaran su juego dentro de una matriz religiosa. La idea básica subyacente en todas las grandes religiones es que el hombre está dormido, que vive en medio de sueños y decepciones, que se ha apartado de la con­ciencia universal (la única definición de Dios plena de signifi­cado) para arrastrarse dentro de la estrecha coraza de un ego personal. Emerger de esta estrecha coraza, recuperar la unión con la conciencia universal, para pasar de la oscuridad de la ilusión egocéntrica a la luz del no-ego, éste es el verdadero pro­pósito del juego-de-la-religión como fue definido por los grandes maestros Jesús, Gautama, Krishna, Mahavira, Lao-Tse y el Só­crates platónico. Entre los musulmanes, estas enseñanzas fueron divulgadas por los sufíes, quienes en sus poemas alaban la delicia de la reunión con el Amigo. Para todos estos jugadores era obvio que el juego-de-la-religión, como lo jugaban los sacerdotes a sueldo, con sus desagradables trucos confidenciales, promesas, ame­nazas, persecuciones y matanzas, era meramente una horrible parodia del juego real, una terrible confirmación de la verdad de la sentencia "Esta gente me reza con sus labios pero su co­razón está alejado de mí... tienen ojos y no ven, oídos y no oyen, ni comprenden".

Fue tan poco lo que comprendieron que, al menos dentro de la matriz de la religión "cristiana", en verdad se volvió fí­sicamente peligroso durante muchos siglos tratar de jugar el Jue­go Supremo. Los jugadores serios se veían acusados de herejía, encarcelados por los inquisidores, torturados y quemados vivos. Se volvió insoportable jugar el juego abiertamente. Para sobrevivir, uno tenía que adoptar un disfraz, pretender que el verdadero interés de uno era la alquimia o la magia, las cuales eran per­mitidas por los sacerdotes, quienes no comprendían el significado real de ninguna de ellas.

El jugar o intentar jugar el Juego Supremo no entraña pe­ligro hoy en día. La tiranía de los sacerdotes ha terminado más o menos. El juego-de-la-religión, aun con tanto engaño como siempre, cuando contiene más contradicciones que nunca, es ju­gado sin amenazas de tortura o muerte. Gran parte del viejo veneno ha quedado fuera del juego; de hecho, es incluso posible para los sacerdotes que llevan al cuello la etiqueta de "católicos" ser moderadamente corteses con aquellos que llevan la una vez odiosa etiqueta de "protestantes". Así que el juego es ahora ju­gado con cierto refreno, no porque el hombre se haya vuelto más tolerante, sino porque toda la cuestión de cielo versus infierno, salvación versus condenación, ya no se toma muy en serio. La pelea hoy en día, es más bien entre sistemas rivales políticos que entre teológicos. Pero aun cuando ya es seguro jugar el Juego Supremo, esto no ha servido para hacerlo popular. Aún continúa siendo el juego de mayor exigencia y dificultad, y en nuestra sociedad hay pocos que lo juegan. El hombre contemporáneo, hipnotizado por el brillo de sus propios artefactos, tiene poco contacto con su mun­do interno, se relaciona con el espacio externo, no con el interno. Pero el Juego Supremo se juega enteramente en el mundo in­terno, un territorio vasto y complejo, acerca del cual el hombre conoce muy poco. El propósito del juego es el verdadero despertar, el completo desarrollo de los poderes latentes en el hombre. El juego puede jugarse sólo por personas cuyas observaciones de sí mismas y de los demás las hayan conducido a cierta conclusión, a saber: que el estado ordinario de la conciencia del hombre, su estado llamado de vigilia, no es el más alto nivel de conciencia de que es capaz. De hecho, este estado se halla tan lejos del verdadero despertar que puede ser apropiadamente llamado una forma de sonambulismo, una condición de "soñar despierto".

Una vez que una persona ha llegado a esta conclusión, ya no puede dormir confortablemente. Un nuevo apetito nace den­tro de ella: el hambre de un verdadero despertar, de una con­ciencia plena. Comprende que ve, oye y conoce sólo una pequeña fracción de lo que puede ver, oír y conocer, que vive en la más pobre y deteriorada de las habitaciones de su morada interna, pero que puede entrar en otras habitaciones, hermosas y llenas de tesoros, cuyas ventanas están orientadas hacia el infinito y la eternidad. En estas habitaciones puede trascender su pequeño "yo" personal y experimentar el renacimiento espiritual, "el salir de la tumba", que es el tema de tantos mitos y la base de todos los misterios religiosos, incluyendo el cristianismo.

Quien llega a esta conclusión, está listo para jugar el Juego Supremo. Pero aun cuando esté listo, no necesariamente sabe cómo jugarlo. El no puede desarrollar este conocimiento instin­tivamente, porque la naturaleza no ha dotado al hombre de tal instinto. Ella provee al desenvolvimiento del hombre hasta la edad de la pubertad, dotándolo con el instinto para propagar su especie, pero después de esto lo abandona a sus propios re­cursos. Lejos de ayudar al hombre a desarrollarse hacia el armo­nioso e iluminado Ser que puede devenir, la ciega fuerza de la evolución pone obstáculos en su camino.

Quien desee jugar el Juego Supremo se ve por lo tanto obli­gado a buscar un maestro, un hábil jugador que conozca las reglas. Pero ¿dónde encontrará tal maestro? Una cultura mate­rialista, como la nuestra, espiritualmente empobrecida, no puede ofrecer instrucciones al aspirante. Los grandes y altamente es­pecializados centros de adiestramiento llamados universidades ob­viamente carecen de universalidad. No ponen énfasis primera­mente en la expansión de la conciencia y en segundo lugar, en la adquisición de un conocimiento especializado. Educan sólo una pequeña parte de la totalidad del hombre. Atiborran de datos el cerebro intelectual, y prestan atención a la educación del cuerpo físico favoreciendo algunos idiotizantes deportes competitivos. Pero no ofrecen la verdadera educación, en el sentido de una expan­sión de la conciencia y del armonioso desarrollo de los poderes latentes en el hombre.

La Psicología Creativa está basada en la idea de que el hombre puede crear mediante sus propios esfuerzos un nuevo ser dentro de sí mismo (el segundo naci­miento). Como resultado, puede gozar ciertas experiencias, ejer­citar ciertos poderes, obtener ciertos vislumbres que son comple­tamente inconcebibles para el hombre en su estado ordinario. 

La Psicología Creativa implica la forma más elevada de crea­tividad de que el hombre es capaz, la creación de un ser verda­deramente dirigido desde el interior en vez del desamparado es­clavo sin dirección que es. Este trabajo creativo abarca todos los aspectos de la conducta del hombre: el instintivo, el motriz, el emocional y el intelectual. Implica una comprensión de la química del cuerpo y de la mente; un estudio del tipo y todo lo perteneciente a éste, la fortaleza y las debilidades que el mismo impone. Implica un estudio de la actividad creativa, las artes, artesanías, técnicas de diversas clases y de los efectos que estas actividades producen en los niveles de conciencia, un estudio de los eventos en grande y pequeña escala, una conciencia de los procesos que tienen lugar en las comunidades humanas y no humanas que afectan al individuo adversamente o en otra forma. Porque el hombre no puede ser estudiado separado de su medio ambiente y quien desee conocerse a sí mismo también debe co­nocer el mundo en que vive.

La teoría de la Psicología Creativa puede ser estudiada en libros. La práctica es un asunto diferente. Para esto es nece­sario un maestro. Si alguien trata de practicar el método sin un maestro, casi es inevitable que se encuentre con ciertas difi­cultades que no podrá superar. El mecanismo que crea la ilusión en la psique del hombre no deja de operar únicamente porque el hombre decida practicar la Psicología Creativa. De hecho, puede operar más activamente. De manera que él puede gozar toda clase de pseudos experiencias como resultado, no de la ex­pansión de la conciencia, sino del trabajo de su propia imaginación. Un maestro puede ayudarle a separar lo verdadero de lo falso; puede prevenirle de las trampas que se encuentran en su camino.

Más aún, el solitario practicante de Psicología Creativa vive hoy en una cultura que más o menos se opone totalmente a la meta que se ha fijado a sí mismo, que no reconoce la existencia del Juego Supremo y que considera a los jugadores de este juego como tipos raros o ligeramente locos. Así, el jugador afronta gran oposición de parte de la cultura en que vive y debe luchar contra fuerzas que tienden a detener su juego aun antes de em­pezarlo. Sólo encontrando a un maestro y formando parte del grupo de discípulos que éste haya reunido a su alrededor, puede encontrar el estímulo y el apoyo necesarios. De otra manera, sim­plemente olvida su propósito o se desvía hacia un lado del ca­mino y se pierde a sí mismo. Desafortunadamente, es muy difícil encontrar tales maestros y tales grupos. No se hacen publicidad; operan bajo disfraces. Más aún: existe una abundancia de frau­des y de tontos que se hacen pasar a sí mismos como maestros sin tener derecho a ello. Así que el aspirante a jugador del Juego Supremo se enfrenta al principio a una de las pruebas más difí­ciles en su carrera. Debe encontrar a un maestro que no sea ni un tonto ni un fraude y convencerlo de que él es digno de recibir la enseñanza. Su futuro desarrollo depende en gran parte de la habilidad con que realice esta tarea.
                                                                                               
Extractado por Alfredo Marinelli para el blog: Gurdjieff y Ouspensky - Estudio e Investigación. 

Fuente de Información: Robert S. de Ropp  - “El Juego Supremo”.

LA CAÍDA DEL EGO

Comentario 
por Alfredo Marinelli

Las ideas de Gurdjieff conforman un todo coherente y sustancial en sí mismo, comparable a un organismo viviente, dentro del cual cada una de las partes se relaciona con todas las demás, y depende de ellas. 

Con estas palabras, Kenneth Walker en su libro “Enseñanza y Sistema de Gurdjieff” definía este aspecto significativo del conocimiento del “Cuarto Camino”, donde ninguna información está aislada y todo está relacionado. 


Podemos encontrar muchos aspectos de la enseñanza en distintos sistemas psicológicos/espirituales, tales como el Sufismo, el Budismo o el Cristianismo, entre otros. El estudio comparativo de estas partes aisladas de distintas disciplinas con las ideas de la enseñanza, es un elemento que ayuda a la comprensión, y a jerarquizar la valorización interna del “Trabajo”. 


En este sentido, Alan Watts manifestaba que: "Solo podemos comprender nuestra cultura a través del conocimiento, aún teórico, de comparación relacionado con otras culturas". De la misma manera en cierta etapa del "Trabajo" la similitud y confrontación con ideas provenientes de otras fuentes relacionadas con el proceso regenerativo y evolutivo del ser humano, nos va a otorgar cierta objetividad y claridad del nuestro, brindándonos nuevas perspectivas para el entendimiento y la comprensión.

 

Respondiendo a esta premisa he incluido en el blog este ensayo titulado “La caída del Ego”, el cual es un aspecto del proceso de transformación, en donde podemos encontrar un enfoque vivificante relacionado con la función de la “Personalidad”, la “Esencia” y la práctica de la “Consideración Externa”. La autora, Mariana Caplan, nos brinda un enfoque del proceso que es denominado, en la terminología del “Trabajo”, como: La correcta polarización de la personalidad.


Desde el punto de vista de la enseñanza, la personalidad es un tejido de recuerdos, pensamientos, emociones y sensaciones generados por las normas de conductas adquiridas en el curso de la vida, fomentadas por la educación, la cultura, la gente con la cual nos relacionamos, etc. En otras palabras, la personalidad es todo lo adquirido, y que erróneamente hemos llegado a llamar «yo»1. Mientras que la esencia es nuestro verdadero ser interno, es lo innato, lo propio, lo que el ser humano trae a esta vida.

 

Una de las ideas cosmológica de Gurdjieff, la cual podemos utilizar como marco hipotético referencial, dice que la personalidad existe en el tiempo y el espacio, por lo tanto, es transitoria, mientras que la esencia trasciende el tiempo y el espacio, por lo que es inmortal.

 

Nos encontramos en la situación actual, en donde si bien la esencia debe crecer, está imposibilitada de cualquier desarrollo, ya que permanece totalmente aislada por la coraza de una personalidad activa estructurada por el ego. La esencia en sí misma carece de los elementos para poder comunicarse, necesita de un instrumento transductor para estar en contacto con el mundo externo que nos llega a través de los cinco sentidos. Este instrumento es la personalidad, pero para que esto suceda debe desempeñar un rol pasivo y no activo, comenzando a cumplir la función mediadora que facilite la correcta manifestación e intercambio, a modo de puente, entre el mundo externo y el mundo interno del hombre. En su correcta polarización, la personalidad, deja de ser una entidad separada que usurpa las energías de la esencia, si no que ayuda al pleno crecimiento y formación de la misma.

 

Mediante el trabajo sobre la atención, aplicada a las técnicas y prácticas de auto-observación y auto-recordación, dejamos de colocar la sensación de yo en eso que llamamos “uno mismo”, comenzando a ver los pensamientos, sentimientos y acciones no como algo propio, sino perteneciente a la personalidad. Empezamos a adquirir la capacidad de separar la sensación de yo de todos nuestros estados, comprendiendo lo que significa el estado ordinario de identificación con uno mismo.

 

Con la aparición de esta nueva capacidad de discernimiento, vislumbrando lo que es verdadero y esencial de todo aquello adquirido, estamos transfiriendo nuestra identidad de la personalidad, que es erróneamente lo que creemos que somos, a la esencia, que es lo realmente somos

 

Al ir reconociendo paulatinamente los rasgos y características de la personalidad, especialmente la estructurada por el ego, denominada "falsa personalidad", la cual está sustentada en el amor propio (orgullo y vanidad) como base de su existencia y percibiéndose como algo separado del resto, solo circunscrito a sus deseos personales, comienza un proceso de aceptación y tolerancia de uno mismo, que en medida proporcional hace posible aceptar y tolerar a los demás.

 

Esto solo es posible cuando la sensación de yo trasciende su anclaje en el ego y “algo” comienza a percibirse en uno mismo más allá del yo habitual, propiciando a la esencia las condiciones adecuadas para que aflore uno de los atributos de la esencia que es la humildad, uno de los pocos “antídotos” para contrarrestar al ego.

 

La humildad no puede ejercitarse como es el caso de la sinceridad o la honestidad, entre otros valores, es un impulso específico que para que se manifieste hay que brindarle las condiciones necesarias. Todo intento de querer ser humilde resulta en una humildad falsa y fingida, siempre va a ser un disfraz, encontrando el ego mediante el orgullo y la vanidad, una forma más de regocijarse.

 

Recién en este proceso el hombre puede comenzar fehacientemente la práctica de la "consideración externa" hacia sí mismo y hacia los demás, en donde la solidaridad en todas sus manifestaciones se hace presente, acercándose cada vez más a la posibilidad de poder cumplir el precepto fundamental del cristianismo de “Amar al prójimo como a sí mismo”.

 1 La persona en la Grecia antigua era una máscara, una parte indispensable en el equipo de un actor, eliminando de sus representaciones el "elemento del yo". Por un curioso cambio de valor semántico, la palabra "personal", que se deriva de persona, ha llegado a tener el significado de "yo" o de "aquello que está íntimamente asociado con el yo". En el sistema gurdjieffiano, en las enseñanzas de Carl G. Jung y en la clasificación de los temperamentos de William Sheldon, a la palabra "persona" o "personalidad" se le da el significado de "algo que no pertenece a uno", sino de "algo puesto encima de, adquirido, algo no esencialmente propio de uno".  Robert S. de Ropp.


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La Caída del Ego 
por Mariana Caplan 

Más allá de la fuerza o debilidad del ego, una cosa es segura, ¡está para quedarse! Las nociones de espiritualidad oriental sobre la trascendencia o la muerte del ego son, no sólo malinterpretadas por los aspirantes espirituales occidentales, sino también poco aplicables a sus necesidades reales. El ego occidental es tan complejo, ultra-autónomo y super desarrollado que, ni va a morir, ni tan siquiera caerá sin una gran batalla. Puedes ver el poder y la grandiosidad del ego occidental mirando cualquier gran ciudad de occidente, o su influencia en cualquier ciudad del planeta. El ego occidental mira hacia dentro como Las Vegas mira hacia fuera, es tan probable que el ego baje su espada como que los casinos en Las Vegas donen la mitad de sus ingresos a la caridad.

Cuando los occidentales, sobre todo los buscadores hiper-entusiastas, quedan atrapados en la idea de la muerte del ego, suelen pasar por un periodo de grandiosidad espiritual. Pregonarán, por dentro o por fuera, dependiendo del grado de elegancia que tenga el momento, sobre el hecho de ser "nadie" o "nada". Escribirán sus nombres en letra pequeña durante un tiempo o, aún peor, empezarán a referirse a ellos mismos como el "cuerpo mente" o "este cuerpo". Actos presuntuosos como estos representan un gran malentendido sobre la magnitud de la tarea de pedirle al ego que ocupe un segundo lugar, y aún más, de que cometa harakiri.

Cuando la filosofía oriental auténtica se refiere a "matar el ego", tan sólo se refiere a que su autonomía por encima del Ser verdadero muere, o que nuestra identificación con el ego, nuestra creencia de que él somos nosotros, muere. De buen seguro, no debemos pensar que cuando los grandes santos del este hablan de la muerte del ego, no son conscientes de su aún existente personalidad. Están profundamente familiarizados con la magnitud de su propia humanidad, lo cual incluye su personalidad basada en el ego. De hecho, es su conciencia acerca de la persistencia del ego y su resistencia a la sumisión lo que convierte al santo o al maestro en completamente compasivo y capaz de ayudar a otros en la comprensión del dominio del ego en sus vidas.
 
Ya que el ego no va a ir a ningún sitio, nuestra tarea abarca dos ámbitos: en primer lugar debemos aprender a desidentificarnos del ego. En este proceso de desidentificación, el ego se vuelve esclavo de la mente en lugar de su maestro. El ego se convierte en el pasajero en el tren de la conciencia humana en lugar de ser su conductor. La desidentificación ocurre cuando, por algún rayo de suerte o gracia, o a través de una práctica diligente y mortalmente honesta de auto-observación a lo largo de muchos años, somos capaces de salir suficientemente del ego como para ver objetivamente la dinámica de su funcionamiento. En estos momentos, y hasta el extremo en que podemos alargar estas situaciones de forma que nos permita experimentar periodos más largos de acción libre de los dictados del ego, experimentamos un proceso de desidentificación en el cual nos conocemos como algo distinto de la identidad egoica que ha estado dirigiéndonos durante toda nuestra vida.
 
Lo que ganamos es la posibilidad de, lo que podrían ser, los primeros momentos de espontaneidad que hemos tenido en nuestras vidas, a pesar de la idea sobre nosotros mismos como individuos "espontáneos" y "libres". O podemos quizá experimentar un sentimiento real, aunque nos hemos imaginado a nosotros mismos llenos de sentimientos únicos y reales desde siempre, ya que a través de la desidentificación nos volvemos presentes a la realidad de una forma dinámica. Sin embargo, debemos tener en cuenta con humildad, que para la gran mayoría de nosotros los mortales, la desidentificación sólo sucederá durante determinados momentos, y que una completa y continua desidentificación (referida por muchos como "iluminación"), es sólo algo a ser reivindicado, si es que alguna vez lo es, con el mayor cuidado y humildad. En lugar de esto, experimentaremos momentos de desidentificación en los cuales tendremos disponibles una visión clara. Podemos utilizar esta visión, para hacer elecciones que informarán y afectarán positivamente nuestras vidas cuando, de nuevo, y normalmente muy rápido, nos encontremos operando desde las limitantes cadenas de la identificación con el ego.
 
Con la desidentificación como una posibilidad deseada, la segunda tarea es aprender a vivir con el ego e incluso amigarse con él y abrazarlo. El hecho de que no nos amiguemos con el ego aparecía en el slogan de una camiseta que me dieron una vez, decía: "no necesitas enemigos, ¡te tienes a ti mismo!". Debemos aprender a "amar al enemigo como a uno mismo", porque nuestro verdadero enemigo somos nosotros mismos y continuamos siéndolo hasta que aprendemos a hacernos amigo del ego.
 
A pesar de que de forma cotidiana estamos completamente identificados con nuestro ego, también estamos en continua batalla con él. El alma suplica salir de los límites de la personalidad, mientras el ego permanece armado, custodiando cada esquina de nuestra psique. Esta batalla se libra en nuestro interior, normalmente de forma inconsciente, mientras tratamos de vivir vidas cotidianas y felices. No habrá una paz duradera hasta que nos conozcamos a nosotros mismos y nos hayamos aceptado hasta el punto de dar la bienvenida a aquello que percibimos como la causa de nuestra perdición. Para hacernos amigos del ego debemos dirigirnos directamente hacia los aspectos de nosotros mismos que suponen nuestros mayores fracasos, los aspectos más heridos, decrépitos y feos, y cogerlos internamente en nuestros brazos, mecerlos hasta devolverlos a la unidad, hasta que la fuerza vital regresa a ellos.
 
Al principio, debemos aproximarnos a nosotros mismos con la más diminuta voluntad de ver algo que nunca hemos querido ver sobre nosotros mismos y poner nuestra intención, con todo nuestro corazón, en tolerar esta visión durante el mayor número de momentos que seamos capaces sin que salgamos despavoridos o sin que busquemos alguna distracción interna o externa. Solamente procediendo de esta forma, durante tanto tiempo como sea necesario, meses, décadas, vidas, comenzamos a permitir de una forma más fácil que estos aspectos coexistan con nuestra autoimagen basada en el ego. Por el camino de la coexistencia con el ego, aparecen los principios de la aceptación, y eventualmente, se desarrolla una amistad. Hacerse amigo del ego es como aprender a vivir, e incluso a amar, al compañero de piso o familiar al que juraste que odiarías para siempre. El tiempo y las experiencias compartidas crean primero, tolerancia y después amor. El tiempo empleado viendo al ego con claridad, después aprendiendo a cohabitar con nuestra visión de él, y, finalmente, aceptándolo incluso hasta el punto de ser capaces de reírnos de nuestros propios horrores, nos permite, a la larga, hacernos amigos de nuestro enemigo interno.
 
El beneficio secreto de hacerse amigo del ego, lo cual es otro fracaso del ego convertido en éxito, es que con ello nos hacemos amigos de todos los egos. Lo que creemos ser nuestro propio ego personal, es de hecho "El Ego", el mismo ego que existe en todas las entidades vivas, comenzando con los seres humanos y extendiéndose a las ciudades, culturas y países. El Ego toma rasgos de carácter específicos dependiendo del individuo o de la cultura en la que se encuentra, pero es exactamente el mismo mecanismo y opera de la misma forma en todas las cosas. La única diferencia es su humor o sabor. Por tanto, cuando nos hacemos amigos de nuestro propio ego, lo que es sólo una forma técnica y sofisticada de decir que llegamos a una profunda paz y aceptación con nosotros mismos, este proceso automáticamente se extiende al resto de la humanidad. Dejamos de resistirnos y de estar resentidos con otros por rasgos de carácter que son de origen mecánico, comprendemos como funcionan los seres humanos, y a través de nuestra lucha por minimizar el dominio del ego sobre nosotros, comprendemos lo difícil que es para otros comportarse distinto en un momento dado, mucho menos realizar un cambio genuino y duradero. Por lo tanto, nuestra tolerancia y aceptación hacia los demás se expande en proporción al grado de nuestra propia auto-tolerancia y auto-aceptación.


Extractado por Alfredo Marinelli para el blog: "Gurdjieff y Ouspensky - Estudio e Investigación".
Fuente de Información: Mariana Caplan  - “The Way of Failure”.