ANÉCDOTAS DE GURDJIEFF

A través de distintas fuentes nos llegan registros biográficos de la figura de G. I. Gurdjieff, los cuales  evocan una variedad de distintas reacciones, cuyo rango abarca desde el asombro y la reverencia hasta la sospecha y la hostilidad. Uno de los ingredientes que genera tanta controversia, es su comportamiento inusual y no convencional en la relación que tuvo con sus alumnos, y más aun en todas las manifestaciones de su vida.

Comparto tres anécdotas, una relatada por Fritz Peters en ""Recordando a Gurdjieff" (Viaje a Chicago con Gurdjieff) en donde podemos tener un ejemplo de su comportamiento inusual, y las otras dos relatadas por Tcheslaw Tchekhovitch en "Gurdjieff A Master in Life" tituladas "La Justicia del Maestro: El Castigo" y "La Justicia del Maestro: El Perdón", en donde podemos observar dos comportamientos diametralmente opuestos.

Gurdjieff hacía mucho uso de lo que en la terminología del "Trabajo" se denomina la práctica del Teatro Externo, que en sí es el desempeño de un papel representativo diferente al comportamiento habitual manifestado en modo mecánico. El sano objetivo de esta práctica realizada en modo sincero es el de "conocerse a uno mismo", diferenciando además la actividad dirigida desde nuestro interior, es decir la elección de una acción intencional no provocada por estímulos ex­ternos, de la que surge de lo externo, la cual consiste enteramente de reaccio­nes mecánicas.

Sin embargo, más allá de esto, en el libro "Relatos de Belcebú a su nieto" en forma indirecta, nos trasmite un principio que debería ser adoptado por todo ser humano que aspira a concretizar su verdadera identidad, cuando describe la premisa, que a modo de consejo, le dio su abuela en su lecho de muerte: "Nunca te comportes en la vida como lo hacen los demás".

En el mismo libro nos comenta que a partir de que la esencia de este principio vital fue asimilado por su naturaleza, todas sus manifestaciones, tanto las deliberadas y dirigidas hacia un objetivo dado como las casuales, adquirieron cierta cualidad vivificante, por lo que este "impulso irresistible" de no hacer las cosas como los demás, hizo surgir en su integridad un "algo" independiente de las circunstancias y el medio, que se convirtió en una llama imperecedera y real de consciencia. Por lo que todas sus manifestaciones sin excepción no dependían de las leyes de la herencia, ni siquiera de acuerdo con las circunstancias del medio, sino que procedían de su integridad.

La característica principal de un hombre verdadero, es decir aquel que ha trascendido el nivel ordinario de existencia, es que puede crear sus propias circunstancias. Esto significa que su comportamiento no está condicionado por las mismas, ha desarrollado la capacidad de hacer, a través de lo cual, manifiesta su verdadero Libre Albedrío en concordancia con su intrínseca individualidad.

En contraposición, el comportamiento de todo hombre ordinario está supeditado al condicionamiento Pavloviano, que es generador de una rígida estructura en donde la esencialidad, la parte más interna y verdadera de uno mismo, queda impedida de manifestarse. Toda actitud intencional, inusual o no convencional realizada a través de la manifestación del individual Libre Albedrío pertenece al plano del ser, en cuyo habitáculo está la esencia, generando cierta permeabilidad en la estructura de la personalidad,  permitiendo la liberación de la esclavitud de todo comportamiento, ya sea de hábitos mecánicos o actitudes reactivas, para que la esencia se manifieste y se engendre nuestra verdadera identidad.

El comportarse en la vida en forma distinta a como lo hacen los demás, en donde los demás son un reflejo de nuestra mecanicidad, es símil a comportarse en manera distinta a como lo hacemos habitualmente. Desde ya que el gradiente cualitativo de estas prácticas va a estar determinado por la comprensión y la intensidad del trabajo sobre uno mismo. Este accionar realizado "silenciosamente" para el trabajo interno y no en manera evidente por exhibicionismo o provocación, no sólo nos libera de la mecánica existencial, sino que genera energías atencionales aptas para los trabajos de auto observación y auto recordación, manifestandose el genuino estado de no identificación, en donde  el pasado y el futuro se conjugan en una  presencia vivencial en el ahora y aquí.  

Alfredo Marinelli
* * * 

VIAJE A CHICAGO CON GURDJIEFF 
por Fritz Peters 


Había proyectado ir a Chicago en mis dos semanas de vacaciones, en el verano de 1934, y cuando Gurdjieff lo supo, decidió hacer una visita al grupo de Chicago en la misma época, diciendo que le convenía tenerme como compañero de viaje. Me sentí muy orgulloso de que me "eligiera" para actuar como acompañante y secretario en su visita, y esperaba con impaciencia que llegara el día del viaje. Por alguna razón, creo que porque le pareció la hora más adecuada para él, decidió viajar en el tren de medianoche. Yo ya había hecho las maletas y estaba listo para salir poco después de oscurecer, y me encaminé a su apartamento, con lo que consideré tiempo suficiente.

Hasta que no tuvo hechas las maletas, en las que metió montones de ropa, libros, medicamentos, comida y muchas otras cosas, no pudimos salir, y ya eran las once cuando llegamos a la estación, sólo nos quedaban diez minutos para subir al tren, pero nos recibió una gran delegación de seguidores neoyorquinos. Parecía que cada uno de ellos tenía algún importantísimo asunto de última hora que tratar con Gurdjieff, y unos dos minutos antes de que el tren se pusiera en marcha le interrumpí, impaciente, y le dije que teníamos que apresurarnos. Afirmó que necesitaba algunos minutos extra, que eran esenciales para él, y que fuera a hablar con alguien para que se retrasara la hora de salida. Lo miré boquiabierto, pero me di cuenta de que no serviría de nada protestar. Me las arreglé para encontrar a un oficial y me inventé una historia sobre la enorme importancia de Gurdjieff que, para mi sorpresa, resultó efectiva, pues el oficial accedió a retrasar la salida diez minutos. Aun así, Gurdjieff se las compuso para prolongar su interminable despedida hasta el último momento, por lo que, cuando el tren ya estaba en marcha, le empujé como pude, y le hice subir por la puerta del último vagón, con sus siete maletas. Tan pronto como se vio en el tren, empezó a quejarse, en voz muy alta, de que le hubiera interrumpido, y exigió que se le preparase una cama de inmediato. El revisor, con mi ayuda, le explicó que nuestras literas se encontraban en el otro extremo del tren, y que tendríamos que atravesar treinta vagones —en silencio, pues ya se habían acostado muchos de los pasajeros— para llegar hasta ellas. Gurdjieff pareció abrumado, se sentó en una de sus maletas y encendió un cigarrillo. El revisor le comunicó que estaba prohibido fumar, excepto en el servicio de caballeros, y él, quejándose con fuertes voces de su desventura, consintió en apagar el cigarrillo.

Gurdjieff, el revisor, el mozo y yo tardamos al menos cuarenta y cinco minutos en llegar a las literas. Nuestro avance, cargados con el equipaje y acompañados por las lamentaciones de Gurdjieff sobre el trato que se le estaba dando, fue tan ruidoso que despertamos a casi todos los pasajeros del tren. En todos los vagones aparecían, tras las cortinas, las cabezas de los irritados viajeros para mandarnos callar y maldecirnos. Yo estaba furioso con Gurdjieff y agotado cuando llegamos a las literas, con gran alivio por mi parte. Entonces vi, con horror, que él había decidido que era hora de comer, beber y fumar, por lo que empezó a rebuscar en las maletas para sacar alimentos y alcohol. Después de muchos esfuerzos, pude convencerle de que entrara en el servicio de caballeros. Allí, tomó asiento, se puso a comer y a beber y pronunció largos discursos, en voz alta, sobre el terrible servicio de los trenes americanos y sobre la falta de consideración que suponía el que Gurdjieff, un hombre tan importante, recibiera aquel desastroso trato. Cuando el revisor y el mozo nos amenazaron —en términos que no dejaban lugar a dudas— con expulsarnos del tren en la próxima parada, perdí los estribos y le dije que me alegraría mucho de bajar del tren para librarme de él. Al oír esto, me miró con los ojos muy abiertos y expresión de inocencia, y me preguntó si estaba enfadado con él y, en caso afirmativo, por qué razón. Le dije que no estaba enfadado, sino furioso, y que estaba dando un espectáculo; él, apartando con tristeza la comida y la bebida y encendiendo otro cigarrillo, dijo que nunca había imaginado que yo, su único amigo, le hablara de ese modo y, casi literalmente, le abandonara. Esa actitud no hizo sino aumentar mi enfado, y le contesté que, una vez llegáramos a Chicago, esperaba no volver a verle en toda mi vida.

Se acostó, entonces, en la litera de abajo, aún cabizbajo y murmurando algo sobre mi poca amabilidad y mi falta de lealtad, y yo me encaramé en la de arriba, ansiando el tan necesario descanso. Después de unos cinco minutos, en los que fueron claramente perceptibles los gruñidos, quejas y toses de Gurdjieff, que daba vueltas en su cama sin cesar, y con renovadas maldiciones por parte de los demás viajeros, se oyó, aún más fuerte, su voz, que pedía un vaso de agua y aseguraba que necesitaba fumar. Hubo nuevas amenazas del revisor y por fin, hacia las cuatro de la madrugada, se quedó dormido.

Fuimos los últimos en despertarnos a la mañana siguiente, y mientras él se vestía y hacía frecuentes visitas al servicio en el estado de desnudez en que se encontrase en aquel momento, se nos quedaron mirando, con hostilidad, multitud de compañeros de viaje que nos habían identificado como los alborotadores de la noche anterior. Después de una hora, me las arreglé para llevarle al vagón comedor, esperando un apacible desayuno; sin embargo, una vez más, mis esperanzas se desvanecieron. No había nada que él pudiera comer, y mantuvo largas y acaloradas conversaciones con la camarera y con el encargado del comedor para convencerles de que le trajeran yogur y otros alimentos que, en aquella época, eran exóticos. Hacía vividas descripciones de su proceso digestivo y de sus necesidades especiales. Tras varias discusiones de ese tipo, cedió, de pronto, y se comió, sin ninguna señal visible de incomodidad o malestar, pero con numerosas quejas, un gran desayuno americano.

Como el tren no llegaba a Chicago hasta bien entrada la tarde, no me apetecía nada pasarme el día en su compañía, y albergaba mis miedos, pero, de nuevo, esperé lo peor. Mis temores, sin embargo, estaban bien fundados. Nunca, en toda mi vida, había pasado un día con alguien como él. Fumaba sin parar, a pesar de las protestas de nuestros compañeros y de las amenazas del revisor; bebía mucho, y sacaba, a intervalos, cuando casi nos parecía que había llegado un momento de paz, todo tipo de alimentos, en especial, quesos de fuerte olor. Aunque se disculpaba cada vez que los demás pasajeros se quejaban por su comportamiento, encontraba, constantemente, nuevas formas de molestarles, irritarles y ofenderles; en cuanto a mis sentimientos, prefiero no decir nada.

Cuando por fin llegamos a Chicago, me pareció un milagro. Fuera cual fuera mi opinión sobre el "grupo de Chicago", cuando vi a buena parte de sus miembros en el andén, esperando poder saludar a Gurdjieff, me sentí encantado. Le ayudé a bajar del tren con su equipaje y le dije que me marchaba, y que nunca me volvería a ver. Cuando oyó mis palabras, armó tal alboroto en el andén que, por restablecer la calma, consentí en ir con él y con sus alumnos al apartamento que le habían alquilado. Aunque ya estaba enfadado, enfurecido, el espectáculo de sus discípulos, que le daban coba sin cesar, me hizo enfadar más aún. Habían preparado, con evidente esfuerzo, una cena "estilo Gurdjieff", e hicieron cuanto estuvo en sus manos por complacerle. Aumentó mi repugnancia al ver que él elogiaba a cada uno en particular, y les contaba lo horroroso que había sido el viaje, lo mal que le había tratado yo, y lo distinto que hubiera sido si alguno de ellos, leales, respetuosos y devotos seguidores, hubiera estado en mi lugar para cuidarle bien, con el respeto que se le debía. Pronto me asaltaron los miembros más fervientes del grupo, que me atacaron por haber tratado a su maestro con tal falta de respeto y veneración.

Después de una hora, llegué a un punto en que no podía aguantar más, y anuncié que me iba. Gurdjieff me miró sorprendido y me dijo que no podría estar en Chicago solo, en un apartamento tan grande, si no me quedaba con él, y que no podía dejarle de ningún modo. Todo el grupo oyó, horrorizado, mi respuesta: como ahora estaba rodeado de tan nutrido grupo de fieles, podía prescindir muy bien de mis servicios; además, estaba seguro de que encontraría a alguien deseoso de realizar cualquiera de las tareas que pudiese necesitar. En el curso de mi estallido, describí algunos de los posibles servicios que requeriría, usando algunas de las malas palabras, bien escogidas, que le había enseñado en otra ocasión, y los miembros del grupo me miraron con desprecio y repugnancia, además de un horror creciente.
 

No volví a ver a Gurdjieff en Chicago, a pesar de que me envió varios mensajes rogándome que le acompañase a Nueva York, y después de mi regreso, le evité cuidadosamente, y no asistí a las reuniones del grupo hasta que supe que había vuelto a Francia.

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LA JUSTICIA DEL MAESTRO: EL CASTIGO

por Tcheslaw Tchekhovitch



Pocos conocíamos el idioma cuando llegamos a Francia, a comienzos de 1922, y el mismo señor Gurdjieff sólo sabía algunas palabras. Si bien todos conseguimos alojamiento en París, sentíamos la necesidad de un lugar donde pudiésemos desarrollar nuestras actividades adecuadamente, especialmente los Movimientos.

No era una situación nueva. Desde que nos fuimos de Rusia, Gyorgi Ivanovitch había intentado establecer su Instituto en diversos lugares, en una propiedad lo suficientemente grande como para que pudiéramos vivir intensamente los diversos aspectos del trabajo sobre nosotros mismos. A los que hablábamos francés y teníamos contactos en París nos asignó la tarea de encontrar una propiedad con esas características. Además de crear las condiciones necesarias para nuestro trabajo interior el señor Gurdjieff también tenía que dedicar mucho tiempo a nuestros problemas financieros. Como los negocios ya no estaban apoyados en el honor, es decir en el simple respeto a la palabra empeñada, tuvo necesidad de un profesional calificado que conociera las leyes y costumbres del país. Milagrosamente apareció en escena un hombre de negocios experimentado. Era joven, activo, muy servicial y, aunque era extranjero, poseía admirables dotes para navegar en el laberinto de la legislación francesa. Además, demostraba una clara devoción hacia el señor Gurdjieff.

Comenzó a visitar a Gyorgi Ivanovitch regularmente y se le confiaron una cantidad de tareas. Dado que las llevó a cabo a conciencia el señor Gurdjieff, pronto comenzó a confiar en él y aún a apreciarlo. De manera que fue a través de él que se negoció la compra del Prieuré d'Avon. En muestra de gratitud, Gyorgi Ivanovitch lo invitó a que pasara sus vacaciones en el Prieuré junto con su familia, invitación que aceptó de buen grado. Durante esa época las ideas y enseñanzas del señor Gurdjieff causaban gran conmoción. A medida que venían más personas al Prieuré y que crecían las actividades del Instituto, se veía con mayor frecuencia a este hombre en la mesa del señor Gurdjieff. Era claro que le daba minuciosa atención a los intereses financieros de su anfitrión. Cuando algunos de nosotros partimos junto con el señor Gurdjieff hacia los EEUU él le confió muchos de sus asuntos a este hombre, quien, tal como era de esperar, realizó su tarea a la perfección.

Poco después de nuestro regreso se desencadenó un drama. En 1924 el accidente automovilístico que el señor Gurdjieff sufrió lo dejó suspendido entre la vida y la muerte durante varias semanas. Entre muchas otras preocupaciones la cuestión del dinero cobró primordial importancia. Los discípulos hicieron lo más que pudieron para brindar apoyo financiero pero sus aportes no eran nada comparado con la suma que el mismo señor Gurdjieff aportaba para mantener la existencia de su Instituto.

Durante largo tiempo después del accidente, Gyorgi Ivanovitch debió guardar cama; esto le impidió atender sus asuntos personales y los del Instituto y los ingresos disminuían progresivamente. En medio de esas dificultades nuestro hombre de negocios se esforzó activamente "poniendo lo mejor de sí" como él decía. Cuando el señor Gurdjieff pudo levantarse todavía estaba bastante débil y se ocupaba primordialmente de su salud. Siguió dejando sus asuntos materiales en manos de este "simpático y fiel" hombre de negocios, confiando en él completamente, hasta el extremo de revelarle todos sus problemas financieros.

Sin embargo las dificultades continuaron año tras año y el señor Gurdjieff se vio forzado a hipotecar la propiedad. Fue entonces que nuestro hombre de negocios mostró la hilacha. Con la ventaja de toda la información confidencial que le había sido confiada este "simpático y fiel" hombre de negocios se preparó para dar el golpe de gracia. Se acercó al acreedor del señor Gurdjieff para ofrecerle sus servicios. Sin el menor escrúpulo pintó un cuadro apetitoso de las ventajas inesperadas que podían resultar de su conocimiento íntimo de la situación.

Por falta de recursos —el dinero de la hipoteca se había evaporado— el señor Gurdjieff se vio forzado a vender. Así fue como una propiedad tan extensa como el Prieuré pasó a manos de un acreedor por una suma irrisoria. Una vez recuperadas sus fuerzas Gyorgi Ivanovitch se puso en actividad, retomó su labor y nuevamente se convirtió en el eje de un sinnúmero de actividades. Poco tiempo después llegó a oídos del señor Gurdjieff que este "simpático y fiel" hombre de negocios se frotaba las manos de satisfacción contando acerca de su brillante éxito financiero y que su esposa se ufanaba en público de la astucia de su marido.

Pasaron algunos años. El señor Gurdjieff estaba viviendo ahora en la Rue des Colonels Renard, cerca de la Place des Ternes. Al igual que en tiempos pasados, su puerta se encontraba abierta de par en par y su mesa era siempre abundante. Permanentemente a la pesca de un buen negocio y detectando renovadas señales de prosperidad, nuestro hombre de negocios comenzó a merodear en los cafés donde Gyorgi Ivanovitch escribía y atendía sus asuntos. Cierto día, el señor Gurdjieff lo vio y como buen maestro jugador de roles que era, le sonrió y le dio un cálido saludo. El hombre de negocios mordió el anzuelo.

"¡Pensé que estaba muerto!", dijo el señor Gurdjieff. "¡Tome asiento! ¡Cuánto hace que no lo vemos! ¿Cómo está su esposa? ¿Y su hija? Estoy seguro de que ustedes aún no han conocido mi nuevo departamento." Con estas palabras el señor Gurdjieff le dio su nueva dirección y ceremoniosamente lo invitó a cenar esa misma noche junto con su esposa e hija.

¡Qué cena inolvidable! Ya había muchos invitados cuando llegó nuestro distinguido hombre de negocios junto con su encantadora y perfumada esposa y su hija que llevaba el pelo adornado con hermosas cintas. El señor Gurdjieff se mostró particularmente amistoso y atento y los hizo sentar en el lugar de honor.

Luego de ofrecer una abundancia de suntuosas entradas —caviar, salmón ahumado, bastourma de oso, carne de camello y toda suerte de exóticos zakuski— el señor Gurdjieff dijo: "Hoy haremos aún mayor honor a este festín que el que le harían los cerdos, ya que los cerdos comen hasta su medida y se detienen. El hombre no tiene solamente la posibilidad de satisfacer su hambre como el cerdo, sino que también tiene el gran privilegio de poder comer más allá de su medida, simplemente por el placer de comer. En esto radica la gran diferencia entre el hombre y el cerdo. Hoy vamos a aprovechar este privilegio y a entregarnos por entero a este placer".

Luego de las entradas siguieron, en orden, acompañadas de profusos comentarios, una sopa caucasiana, carnes preparadas a la manera oriental y aves realzadas con salsas especiales, como hongos, curry y enebro. No es posible enumerar aquí la variedad de todos estos platos exquisitos, cada cual más sorprendente que el anterior ni de todas las bebidas que los acompañaron.

Gyorgi Ivanovitch estaba obviamente esmerándose en atosigar como pavos rellenos a sus invitados, y lo logró a la perfección. Cuando ya les resultó imposible seguir comiendo, el señor Gurdjieff los invitó a que se aflojaran los cinturones para que pudieran hacer honor a lo que iba a seguir. Entonces, de unas conservadoras, salieron golosinas orientales y postres multicolores dignos del más delicado gourmet, incluyendo un helado de pimienta muy especial.
 

Cuando se hizo obvio por sus semblantes escarlatas que los invitados de honor, las estrellas de la noche, estaban completamente repletos, Gyorgi Ivanovitch se volvió hacia ellos y dijo: "¡Bien entonces! Hemos comprobado verdaderamente que el hombre no es sólo un cerdo, sino que sobrepasa de lejos al cerdo. Para que ustedes puedan rememorar agradables recuerdos de esta noche insisto en darles algo".

Se levantó de la mesa y cuando volvió tenía los brazos cargados con cajas de exquisiteces y golosinas. "Coman algunas de estas todos los días y disfruten el recuerdo de esta agradable velada." Los invitados de honor no cabían en sí de gozo. El señor Gurdjieff entonces les preguntó si lo autorizaban a encargarle algo a su hija. Ellos accedieron de buen grado. Entonces, volviéndose hacia la niña, Gyorgi Ivanovitch, le dijo solemnemente: "Luego de irte de aquí, Mademoiselle, cuando veas una farmacia abierta, entra y compra un litro de aceite de castor". Sacó de su billetera un billete de un valor muy superior al necesario y repitió: "Un litro de aceite de castor, oleum ricinum. Es especialmente para sus padres".

Luego, dirigiéndose al "simpático y fiel" hombre de negocios y a su radiante esposa, les dijo: "Dado que ustedes superan al cerdo en atosigarse de comida, ¡tienen sin dudas mucho para expulsar! Así que, Monsieur, usted debería tomar una saludable dosis de lo que su hija le va a comprar y luego esperar pacientemente. Cuando llegue el momento, adopte la postura apropiada y cuidadosamente cáguese en el alma de su esposa y usted Madame, tome su dosis un poco más tarde y, cuando llegue el momento, adopte la misma posición y dedíquese a cagarse en la hermosa alma de su marido que es tan astuto para los negocios".

¡Fue como si hubiese caído un rayo en la relajada atmósfera de esa velada! Por un momento se quedaron allí, petrificados. En realidad todos lo estábamos. Luego Gyorgi Ivanovitch agregó tranquilamente: "Ahora fuera de aquí. Ustedes ya han cagado bastante en mi casa. No hay más motivo para que estén aquí".

Nuestros invitados de honor, devastados, la dignidad perdida, los rostros pálidos, se levantaron y se dirigieron a la puerta.

"Apunten bien! ¡A lo más profundo del alma!"

Cuando el hombre de negocios y su mujer estaban saliendo, el señor Gurdjieff murmuró, "¡Basuras!"

Luego, volviéndose a nosotros, dijo con seriedad: "¡Para ellos, sin duda es demasiado tarde, pero esto quizá pueda salvar a su hija!". 

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LA JUSTICIA DEL MAESTRO: EL PERDON
por Tcheslaw Tchekhovitch


Por contraste con la historia anterior, recuerdo otro episodio que ocurrió en la década del veinte. Cierto día apareció en el Prieuré un hombre de unos 40 años de edad. Recién había concluido su carrera de militar al servicio de una de las grandes potencias y se había desempeñado como oficial de enlace de alto rango en Rusia, donde había adquirido un fluido dominio del idioma. Daba la impresión de haber encontrado verdadera felicidad en el Prieuré y de haber descubierto en la enseñanza de Gyorgi Ivanovitch el camino que estaba buscando. Pronto trajo a su esposa y a su hijo para que se reunieran con él, lo cual daba muestras de la confianza que depositaba en el Instituto y sus ideas.

Durante ese período el Instituto atraía a muchas personas y todos los días aparecían caras nuevas. Como el señor Gurdjieff no siempre se encontraba allí tuvo que buscar una persona práctica y hábil para la organización. Necesitaba a alguien que dirigiera todas las actividades externas y que supervisara las tareas que se asignaban a los residentes permanentes. El ex oficial de alto rango parecía ser la persona ideal para esa responsabilidad. En efecto, parecía reunir los requisitos a la perfección. Era apreciado y respetado por la mayoría de nosotros, tenía un buen carácter y podía mantener una disciplina justa. Se sentía atraído por las ideas que inspiraban nuestra búsqueda y además hablaba varios idiomas, incluso el de Gyorgi Ivanovitch. Así que no nos sorprendió que lo eligiera para desempeñar esta función.

A comienzos de 1924, cuando el señor Gurdjieff viajó con un grupo de nosotros a los EEUU para realizar muestras de Movimientos y de danzas sagradas en varias ciudades, el Prieuré quedó en buenas manos bajo la vigilante administración de este ex oficial del ejército. Pero cuando volvimos de los EEUU él ya no estaba en su cargo. Aparentemente nuestra inminente llegada lo había impulsado a huir junto con su familia. Pronto se aclaró el misterio de su partida.

Aparentemente, durante nuestra ausencia, cayó presa de un delirio o, tal vez, perdió temporalmente la razón; la cuestión es que se había convencido de que toda la empresa del Prieuré no era más que un fraude —una pantalla para actividades ilícitas— y sentía que era su obligación exponer públicamente al señor Gurdjieff. Pero para esto necesitaba pruebas. Como poseía todas las llaves de la propiedad, le resultó fácil investigar por todas partes, impulsado como estaba por la certeza de que pronto encontraría evidencias incriminadoras. Sin embargo cuanto más buscaba, menos encontraba; cuanto menos encontraba, más fuerte se hacía su sospecha y más se convencía del carácter maquiavélico de Gyorgi Ivanovitch, seguro de que él era lo suficientemente astuto como para eliminar toda evidencia que pudiera comprometerlo. Esta idea fija lo había llevado a escudriñar una y otra vez todos los documentos que ya había examinado. El desorden resultante creció hasta tal punto que ya no pudo reordenar los papeles. ¡Y no había encontrado nada! Todo este espionaje no había rendido ningún fruto y el horror repentino que había sentido ante su propia traición, -¡él en quien se había depositado tanta confianza!- lo impulsó a huir.

"Éste es alguien", pensé, "que merece el más estricto castigo." Pero estaba fuera de nuestro alcance; ya se había ido de Francia.

Pasaron los años y el señor Gurdjieff se había mudado a París. Una noche llegué a su departamento a la hora de cenar. Ya estaban todos sentados. Imagínense mi sorpresa al ver entre los invitados a ese hombre conversando amablemente con el señor Gurdjieff. Al advertir mi presencia se puso de pie y me sonrió francamente. Desbordaba de felicidad y, de no ser por su condición de invitado, me habría abrazado en ese mismo momento

Para ese entonces yo ya había presenciado tantas cosas inusuales en el departamento de Gyorgi Ivanovitch que la reaparición de ese hombre no me asombró realmente. Durante el transcurso de la cena se volvió hacia mí varias veces con una expresión de radiante felicidad. De tanto en tanto hacía un ademán discreto con referencia al señor Gurdjieff como si quisiera decirme: "¡Qué buen hombre que es!".

Con la mirada especial que lo caracterizaba, Gyorgi Ivanovitch se mostraba amistoso y cortés hacia él y expresaba interés en su vida y su familia. Los invitó a que vinieran todos a visitarlo durante su próxima estadía en Francia. Una vez terminada la cena, hablé con Gyorgi Ivanovitch acerca de la razón de mi visita; y luego como estaba apurado me preparé para salir. Sin embargo el hombre insistió en hablar conmigo en ese mismo momento, así que esperé mientras el señor Gurdjieff lo llenaba de enormes paquetes de golosinas para su familia. Finalmente, en un excelente estado de ánimo, ambos nos despedimos del señor Gurdjieff y salimos a la calle.

El hombre me propuso que fuéramos a un café. Una vez sentados me dijo: "Tchekhovitch, recuerdas que éramos buenos amigos, ¿no es cierto? Y sé qué mala opinión te habrás formado de mí después de que me escapé. Realmente lo tuve merecido. Me comporté de manera vil, no solamente con Gyorgi Ivanovitch sino con todos ustedes. Contaminé a todo el grupo. Por eso necesito pedirte que me perdones".

"Desde el momento en que Gyorgi Ivanovitch te perdonó", le dije, "has vuelto a ser mi amigo.

"Sí", me respondió, "pero necesito decirte algo. Le escribí a Gyorgi Ivanovitch pidiendo verlo. Él consintió y cuando llegué, hace tres horas, deseando confesarle lo que había hecho, no me permitió decir una palabra. Insistí en querer darle explicaciones pero me echó una mirada de desaprobación tan profunda que tuve que callar. Cuando, por mi actitud, comprobó que había renunciado a todo intento de hablar, puso su brazo alrededor de mi hombro, me llevó a su habitación y me habló como a un viejo amigo.

"Tcheslaw", prosiguió, "nunca en mi vida me he sentido tan feliz. Recién ahora comprendo quién es realmente Gyorgi Ivanovitch. Necesito hablar de esto con alguien, necesito contar mi historia. He guardado el secreto hasta ahora y es a ti a quien deseo revelártelo." Escuché su extensa confesión y comprendí cuán profundo había sido su sufrimiento y cuán doloroso su remordimiento de conciencia.

El señor Gurdjieff no tenía ninguna necesidad de escuchar la historia. El sincero deseo que este hombre tenía de encontrarse con él y la visión de su transformación fueron suficientes para que él comprendiera su sufrimiento y lo perdonara.

En este caso el hombre que se había comportado mal no fue tratado con dureza y hasta recibió la bendición de la justicia del maestro.

Compilado por Alfredo Marinelli para el Blog: "Gurdjieff y Ouspensky - Estudio e Investigación"